
Hoy quiero compartir la historia de una paciente muy especial, una de esas personas que dejan huella no solo en la consulta, sino también en el corazón.
María era una mujer de 90 años cuando la conocimos. Hacía poco que había enviudado y se encontraba completamente desanimada, sin fuerzas ni ganas para salir a la calle. La tristeza le había robado la energía y, con ella, el deseo de mantener sus rutinas, como quedar con sus amigas todos los miércoles, algo que solía ser sagrado para ella.
Fue su hijo quien nos habló de ella. Nos conocía desde hacía años porque acudía a menudo a consulta por dolores de espalda, y en una de esas visitas nos preguntó si había alguna forma de ayudar a su madre. Quería devolverle, aunque fuera en parte, las ganas de vivir.
Cuando conocí a María, lo primero que me llamó la atención fue su mirada: una mezcla de dulzura y cansancio, como si la vida le hubiese dado tanto que ya no le quedara nada por esperar. En la primera valoración, más allá del estado físico, descubrí a una mujer entrañable, de una fortaleza silenciosa, pero profundamente abatida. Había criado a seis hijos y compartido su vida entera con José Luis, su compañero de camino, a quien acababa de perder.
Las sesiones que comenzamos a realizar no eran solo fisioterapia. Claro que hacíamos ejercicios de fuerza, equilibrio, coordinación y actividades para mejorar su movilidad, pero esos encuentros eran mucho más que eso. Se convirtieron en pequeños oasis de conversación, risas, recuerdos, anécdotas… un espacio en el que María no solo trabajaba su cuerpo, sino también su memoria, su identidad, su historia.
María había nacido en un pequeño pueblo de Zamora. A los 16 años se mudó a Madrid en busca de oportunidades, como tantas mujeres valientes de su generación. Allí conoció a José Luis, que trabajaba en el mercado de Puerta de Toledo. Se enamoraron y se casaron en los años cincuenta. Vivieron durante muchos años cerca del mercado, hasta que toda la actividad se trasladó a Mercamadrid, y entonces decidieron mudarse también, para estar más cerca del trabajo.
Poco a poco, con paciencia y cariño, María fue recuperando algo más que movilidad: recuperó el deseo de salir, de volver a ver a sus amigas, de pasear por su barrio. Y cada pequeño logro –levantarse sin ayuda, caminar una manzana más, recordar una canción de juventud– era una victoria compartida.
Trabajé con María durante más de cinco años. Me acompañó tanto como yo a ella. Vi cómo, a pesar del paso del tiempo, volvía a brillar esa chispa que parecía haberse apagado. Nunca olvidaré su forma de contar historias, su sentido del humor, su generosidad.
A los 97 años, María falleció. Su cuerpo, que tanto luchó, finalmente descansó. Pero sé que en sus últimos años vivió con más alegría, más dignidad y, sobre todo, con la sensación de estar acompañada. Estoy seguro de que, al cerrar los ojos por última vez, se reencontró con José Luis, como tantas veces me dijo que deseaba.
Historias como la de María son el verdadero motor de nuestro trabajo. Porque la fisioterapia, en muchos casos, no trata solo de músculos y articulaciones. Trata de humanidad, de escucha, de acompañar en el proceso de envejecer, de recuperar no solo la funcionalidad, sino también la esperanza.
Gracias, María, por permitirme ser parte de tu historia.
Colegiado nº 3.147
Fisioterapeuta y licenciado en Ciencias de la Actividad Física y el Deporte por la Universidad Europea de Madrid.
Vicedecano del Colegio de fisioterapeutas de la Comunidad de Madrid.